Todo esto se acentúa, o se visibiliza más, cuando los comentarios van dirigidos hacia una mujer. Hace unos días, Pamela Anderson publicó un comunicado a través de su fundación en la que criticaba la labor del Gobierno de Rajoy a la hora de gestionar la crisis de Catalunya y defendía el derecho a decidir del pueblo catalán y, ya de paso, dejaba un recado a la monarquía española. Varios medios de comunicación se hicieron eco de la noticia publicándola en sus respectivas páginas de sus diferentes redes sociales. Lo que me encontré fue sorprendente; o no tanto. Me horroricé al ver la cantidad de insultos, desprecio e inquina que desprendían las palabras de la mayoría de comentarios.

Parece ser que el hecho de ser rubia, de estar operada y de haber sido una sex symbol te convierte en un cuerpo para posters y portadas de revistas, pero no te da el derecho a opinar como ciudadana. La mayor parte de los comentarios de la noticia en los diferentes medios menospreciaba la opinión e intelectualidad de Pamela porque, hasta ese momento, solo se le otorgaba como mujer el valor de objeto, el valor de excitar, el valor de satisfacer necesidades. No importa que Pamela tenga una fundación desde hace veinte años donde defienda derechos humanos, medioambientales y animales o que haya sido una de las primeras artistas implicadas en la lucha contra el uso de pieles de animales, o que haya promovido un modo de vida más sostenible y ligado a la ecología denunciando las condiciones de los animales que luego nos sirven en el Kentucky Fried Chicken (KFC). Eso a muchos les da igual porque Pamela no ha nacido para opinar sobre política, ha nacido para ser mirada y observada. 

Sucede algo parecido con Paula Vázquez. Es el mismo fenómeno. Mujer, trabajadora de los medios de comunicación, considerada atractiva, se expresa libremente y las redes la reciben con un alud de críticas llenas de rechazo y antipatía, y no precisamente comentando su opinión, sino su intelectualidad y cuestiones relacionados con su aspecto físico.

Estas mujeres, consideradas atractivas en los 90 y 2000 ‑y a mi parecer, hoy también‑, pasan ahora a otro plano. Quizás esa maldad en los comentarios se deba a que ya no son tan “jóvenes”. En cualquier caso, todo ha ido bien hasta que muchas personas se han dado cuenta de que son mujeres empoderadas, que hablan de lo que quieren cuando y como quieren y, para colmo, desde posturas nada reaccionarias. Las quieren quietas, calladas, las quieren petrificadas e inmortalizadas en una foto o leyendo un monótono teleprompter. Las quieren sin que molesten sus opiniones ni cuestionen las verdades del “como Dios manda”, verdades que parecen ser más inamovibles que nunca. Las quieren sin pensamiento crítico ni criterio propio. Es decir, las quieren vacías.

Ellas decidieron hacer de su imagen su medio de vida. Personalmente, me siento incapaz de decir, aconsejar o juzgar el medio de vida que una persona ha elegido libremente, y me niego mucho más a juzgar la capacidad y libertad de expresión de una persona según sea la manera en la que haya decidido ganarse el pan.  Los medios, la industria, las han vendido como productos. Y ellas aceptaron el trato. Pero trabajar en los medios no te retira ningún derecho. Una mujer no solo implica la forma, sino también el fondo, algo que debería parecer obvio y observamos que no lo es. Cuando ellas muestran como verdaderamente son, sienten, y piensan más allá de la imagen, insultan la mentalidad patriarcal. Cuando ellas desmontan la idea de que solo son una imagen al servicio del resto, se levanta la veda. Y las reacciones son las mencionadas. Y  todo eso, tiene un nombre. No ver a una persona con derechos donde hay una mujer, sí, tiene un nombre: misoginia.


María Pérez Segovia

Cofundadora del colectivo feminista 'Las Quijotas'